Ella solía besarlo a través de la ventana: un amor que desafía el tiempo

En un pequeño pueblo costero de Oregón, cada jueves por la mañana, una escena sencilla pero profundamente conmovedora nos recordaba que el amor verdadero no conoce final. Aunque ahora ella camina sola, la memoria de esos besos sigue viva en quienes alguna vez los vieron.

Un ritual silencioso en un rincón olvidado por el ruido

Cada jueves, yo me refugiaba en la esquina de una cafetería, con mi capuchino tibio en la mano y un diario que más servía para soñar que para escribir realmente. Después de años en el bullicio incesante de Seattle, este pequeño pueblo junto a la costa era justo lo que necesitaba: un lugar donde el ruido no pudiera alcanzarme, donde el mar y el aroma del pan caliente se mezclaran en el aire y donde la gente prefería caminar sola, dejando espacio para respirar.

Mi rutina era simple y tranquila, pero había algo que, inevitablemente, capturaba mi atención cada semana: ellos.

El Ford plateado y los besos que sostenían el mundo

Puntualmente, a las nueve en punto, un Ford Crown Victoria plateado se estacionaba frente a la cafetería. Al volante, un hombre mayor, impecable con su chaqueta de tweed, el cabello blanco prolijamente peinado hacia atrás, y una paciencia solemne en su postura. Nunca bajaba del coche. Solo esperaba.

Minutos después, ella aparecía. Caminaba lentamente, bastón en mano, pero con una dignidad que ni el paso del tiempo había logrado doblegar. Siempre vestida con su cárdigan rosa y su bolso negro colgado del brazo, avanzaba con pasos breves pero firmes.

Se acercaba a la ventanilla abierta, y con una ternura que parecía detener el tiempo, lo besaba en la mejilla —o a veces en los labios—. Le susurraba algo apenas audible que, invariablemente, dibujaba en su rostro una sonrisa diminuta, cargada de secretos y complicidad.

Después, ella se acomodaba el bolso, enderezaba su espalda y cruzaba cojeando hacia el mercado, mientras yo, desde mi rincón, sentía que el mundo era un lugar un poco menos frío.

La ausencia que dejó un eco imborrable

Nunca supe sus nombres, ni su historia. Nunca intercambiamos un saludo ni una mirada directa. Simplemente me convertí en testigo silencioso de ese pequeño milagro semanal, aguardando cada jueves el momento en que el amor, en su forma más pura, se materializaba frente a mí.

Hasta que un día, él dejó de llegar.

Ahora, ella camina sola hasta el mercado. Ya no hay Ford plateado esperando en la acera. Solo queda el recuerdo de aquellos besos, de aquella sonrisa compartida, de aquel amor que se resistía a desaparecer.

Aunque sus encuentros se hayan desvanecido, su historia sigue viva, flotando en el aire salino de las mañanas tranquilas, recordándonos que hay amores que, incluso ante la ausencia, siguen caminando a nuestro lado.

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